
Joaquín Basanta es una de esas mentes emprendedoras y soñadoras que revolucionó el mundo de la industria agroalimentaria, con su empresa Agro Sustentable. En esta industria, todo está en movimiento. Desde la semilla hasta el plato, hay decisiones, procesos y personas que hacen posible que los alimentos lleguen. Pero no todo es tan simple: hay presiones del clima, de los mercados, de las normas y del propio consumo. Eso obliga a adaptarse todo el tiempo.
En medio de tantas exigencias, también hay chances de mejorar. Algunas empresas como Agro Sustentable apuestan por formas de producción más responsables, más sanas o más eficientes.
El cambio a la producción orgánica
No es solo para el pequeño productor que vende en una feria: hay empresas medianas y grandes que ya están trabajando con certificación orgánica para exportar, como el caso de Agro Sustentable, que cuenta con la Certificación B. Europa, por ejemplo, exige cada vez más condiciones a los productos que entran, y muchas de esas condiciones se cumplen a través de procesos orgánicos.
Eso abre una oportunidad, pero también marca una diferencia clara: no cualquiera puede acceder a esos mercados si no tiene apoyo técnico, estructura y condiciones mínimas para sostener una producción limpia, sin agroquímicos ni fertilizantes de síntesis. Por eso es importante que haya herramientas públicas que acompañen esa transición.
Bioinsumos y tecnologías más blandas
Otro punto que se está moviendo es el de los insumos. Durante décadas, la industria agroalimentaria se construyó alrededor de un paquete químico que garantizaba rendimientos y control. Pero ese modelo empieza a mostrar límites, tanto por los impactos ambientales como por los costos. En ese hueco aparecen los bioinsumos: productos a base de microorganismos, extractos vegetales o minerales que buscan reemplazar o reducir el uso de agroquímicos.
Ya hay muchas experiencias en distintas regiones del país, sobre todo en producciones más diversificadas o en transición hacia lo orgánico. Agro Sustentable cuenta con el fertilizante Biofert GTG X y el insecticida Bioinsect, dos productos fundamentales para una agricultura orgánica saludable.
Además, estos productos suelen tener menos impacto en el ambiente y, en algunos casos, pueden ser producidos localmente, lo que reduce la dependencia de insumos importados y mejora la economía regional.
Buscan más información
Los mercados más exigentes quieren saber de dónde viene cada cosa, cómo se procesó, si hubo contaminación cruzada, si hay presencia de agroquímicos o antibióticos, si hubo trabajo infantil. No se trata solo de controles sanitarios, sino de una mirada más amplia que incluye lo ambiental, lo social y lo ético.
Para poder cumplir con estos requisitos, hace falta un sistema de gestión serio, con registros, auditorías y, en algunos casos, certificaciones externas. Eso implica inversión, tiempo y capacidad técnica. En empresas grandes suele estar resuelto. En las más chicas, es una barrera real para acceder a mejores mercados.
Ahí es donde las certificadoras y los programas de validación cumplen un rol clave. No solo sirven para garantizar procesos, sino también para dar confianza al consumidor final. Y si bien el costo puede ser alto, también es lo que permite diferenciarse y salir de la lógica de competir solo por precio.
Las trabas políticas
Muchas veces, el problema no es que falten ganas de hacer las cosas bien, sino que el sistema no lo permite. Si los productos sostenibles no tienen beneficios impositivos, si la transición a lo orgánico no tiene asistencia, si las pequeñas industrias no acceden a crédito, es difícil que puedan competir.
Lo que se produce también cuenta
En Argentina hay una variedad enorme de cultivos que pueden tener salida por canales más exigentes: miel, frutas, hortalizas, legumbres, aceite de oliva, vinos, productos fermentados, alimentos sin TACC, entre otros. Muchos de esos rubros ya están avanzando con certificación orgánica, agricultura regenerativa o buenas prácticas agrícolas. Son productos con valor agregado real, no solo en lo económico sino también en lo ambiental y social.
El desafío es que esa tendencia no quede en nichos chicos o de élite. Hay que lograr que esas buenas prácticas se multipliquen y tengan escala. No copiando un modelo único, sino construyendo uno adaptado a las condiciones locales, con participación de productores, técnicos, consumidores y políticas que miren más allá de los próximos seis meses.
Hay otros problemas
También hay un tema que empieza a aparecer más seguido en las charlas del sector: la salud. No solo la del consumidor, sino la del trabajador rural, la del suelo, la del ecosistema. Cada vez se habla más de la idea de sistemas alimentarios que no solo produzcan calorías, sino alimentos que nutran, que no generen residuos tóxicos, que no enfermen a quienes los cultivan. En ese sentido, las prácticas agroecológicas y regenerativas ofrecen una salida concreta. No son mágicas, pero sí permiten mirar el proceso completo, desde el lote hasta el plato, con otra lógica.
Y si bien todo esto puede sonar idealista, hay experiencias concretas que lo están haciendo posible. Cooperativas, pymes, grupos de productores y hasta empresas más grandes empezaron a cambiar de a poco su manera de producir y procesar. Algunos arrancaron por necesidad (porque el mercado lo pedía o porque el modelo anterior ya no funcionaba) y otros por convicción. Pero lo importante es que están logrando combinar sustentabilidad con viabilidad económica. Y eso, en un contexto tan cambiante, es una señal de que vale la pena seguir por ese camino.